A bordo de una nave espacial con forma de avión de 80 toneladas de peso, montada a lomos de un tanque lleno con 720 toneladas de hidrógeno y oxígeno líquidos, y con dos cohetes que devoran, entre los dos, mil toneladas de combustible sólido en dos minutos. Detrás, tres cohetes que consumen el hidrógeno y el oxígeno del tanque externo en diez minutos.
Después, una vez en órbita, se abren las compuertas de la bodega, los astronautas se ponen los trajes espaciales y comienzan a trabajar en un medio desprovisto de aire, en el que las temperaturas oscilan entre 120 y -150 grados centígrados, ayudados de pequeños cohetes que les permiten desplazarse por el espacio en condiciones de microgravedad.
Días más tarde, completada la misión, la nave da varios giros sobre si misma para frenarse, y luego se deja caer a una velocidad de 27000 kilómetros por hora desde una altura de 120 kilómetros, con la intención de, 45 minutos más tarde, aterrizar a una velocidad de 300 kilómetros por hora en una pista de aterrizaje construida sobre el fondo de un lago seco. Durante la deceleración, a causa de la fricción con el aire, la superficie inferior de la nave se calienta hasta 1700 grados centígrados y se pone al rojo vivo. La nave no porta combustible, así que no es más que un planeador de 80 toneladas de peso; el aterrizaje se debe hacer bien a la primera, o no se hará.
Con todo esto, ¿cómo puede alguien esperar que no haya accidentes en una misión espacial? La única forma de no correr riesgos es no hacer nada…