La peste
Por Jacobo Tarrío
26 de diciembre de 2007

El taxi circulaba a toda velocidad con la ventanilla completamente abierta, a pesar de que por ella entraba el viento gélido.

–Por favor, ¿podría cerrar la ventanilla?
–Sí, claro, perdón –respondió el taxista, mientras pulsaba el botón del elevalunas–. Es que quería deshacerme del mal olor.

Ciara no había notado nada cuando había subido al taxi, pero ahora olisqueó cautelosamente, en busca del hedor de la fruta pudriéndose, carne en descomposición, un pedo extremadamente persistente o algo por el estilo.

–No noto nada. En realidad, incluso huele bastante bien.
–Ya. Verá; es que esta mañana he llevado el coche a lavar, y me han colgado del espejo uno de esos ambientadores con forma de pino.
–Y con eso ha conseguido enmascarar el olor –aventuró.
–No, esa es la peste que quiero quitar. –Vio por el retrovisor la cara de absoluta incomprensión que puso Ciara y siguió explicando–: Verá; a mi no me gustan esas mierdas de ambientadores, con esos olores artificiales a falso pino y lavanda de mentira. Mi coche lo quiero con su propio olor…

… Con su olor natural, si Vd. me entiende.

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